miércoles, 17 de febrero de 2010

Ay


Hoy voy a hacer una confesión, como la Pantoja:

Hoy quiero confesar que estoy enamorada
pa' acallar los rumores de aquella esquina...

No, no era eso. Bueno, eso también, je, pero no era esa la confesión del día.

Hoy quiero confesar que tengo un miedo cerval, atroz, irracional, incomprensible, exagerado, a los dentistas.

Creo que si al morir voy a infierno éste consistirá en pasar de la consulta del dentista a una sesión maratoniana de peluquería con lavado bien a fondo, mechas, tinte, permanente y secado largo y caliente, para al terminar volver a ir a la sala de espera del dentista otra vez, y así la eternidad. Podemos sazonarlo con una visita al ginecólogo de vez en cuando para darle un punto de sadismo al martirio.

Y es que mi fobia al dentista comienza incluso antes de esa sala de espera. Las clínicas de los dentistas tienen un olor característico, una mezcla de dulzón y antiséptico que sólo de imaginarlo se me están poniendo, físicamente, los pelos como escarpias. Entras y ese olor ya se regodea en recordarte que estás llegando a la sala de torturas.

La sala de espera está llena de caras con miedo. Y además sueles tener que pasar más tiempo del debido allí. Los dentistas a veces tienen el dudoso gusto de adornar su sala de espera con dibujos de mandíbulas y molares; Afortunadamente les ha dado últimamente por cambiar eso por cuadros abstractos que en mi imaginación son monstruos terribles preludio de lo que va a suceder.

Ya en la consulta, uno en un dentista se siente intimidado. Cualquier otro médico primero te trata de igual a igual en dos sillas frente a una mesa y luego te ausculta o lo que sea mientras intenta que te sientas cómodo. En una cama de hospital el dolor se trata como un mal necesario que debe terminar lo antes posible y antes y después se intenta paliar eso.

En el dentista desde que te sientas estás atrapado. Te ponen un foco en la cara, te obligan a una postura imposible, no puedes escapar. Te ponen ante los ojos todo tipo de instrumentos de tortura punzantes, cortantes o machacantes, cerquita para que puedas verlos bien. Para que no te quede ninguna duda de lo que va a suceder y de que no puedes eludir tu destino.

Como soy una frágil damisela y no puedo permitirme la amenaza del chiste (no nos vamos a hacer daño mutuamente, ¿verdad?) el dentista invariablemente me hace mucho daño. Además de pasar un rato amargo con la boca muy abierta, un ruido ensordecedor, una terrible dentera por notar metal en mis dientes, y tres horas posteriores de mal sabor de boca, sensación pastosa, no poder hacerte entender y no sentir más que un cosquilleo cada vez más fuerte que deriva en una noche de dolor.

Sales y el tío sádico te dice: ¿Verdad que no ha sido para tanto? Que no ha sido para tanto, cagontóloquesemenea, y aún queda el último peaje. Vas deseando huir de allí, terminar con aquello, y por tanto no prestas a atención a la amable enfermera que te pone delante un papelito para que lo firmes. Entonces te pide la tarjeta, y en ese momento acabas de consumir el crédito de dos meses. El dolor físico se traslada al bolsillo de forma automática, los dentistas tienen una conexión con el terminal de la tarjeta de crédito similar a la de los marcianos de Avatar en el pelo: Es una simbiosis personal con la terminal bancaria.

Por todo esto es por lo que dejo siempre lo de ir al dentista para lo último. Y por todo esto es por lo que tras meses avisando, una muela ha dicho basta y tengo desde ayer un dolor agudo que ha pasado al oído y que sólo he calmado dopándome a saco paco. Sólo me arrastra al dentista la necesidad extrema, la mancha de la mora con otra verde se quita, así que el viernes tengo sesión de los horrores, y encima con dentista nuevo y clínica desconocida. Ruego una oración por mi alma.

Definitivamente hoy he estado muy a lo Pantoja y os he dado dónde os duele: Dientes, dientes, que es lo que les jode.

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